
Agustín siempre había sido un hombre decidido, racional, centrado, casi obsesivo con la limpieza y pulcro con sus atuendos formales. Sus cabellos en un pasado canelas, rostro limpio y seguro, y una estatura envidiable. Fue un hombre atractivo en su tiempo, muchas de las damas corrían para verlo llegar en el impecable auto que un día dejó de aparecer por la esquina de la calle Punta de diamantes.
Los años habían pasado, y Agustín lo sabía, lo notaba, estaba más bajo, su cabello blanquecino, sus manos pecosas, y su paso lento, le anunciaban y dejaban en claro, que no había hecho suficiente para que su vejez fuera diferente. Trabajó hasta los setenta y cinco años, su esposa había muerto dos años antes de eso, y sus hijos habían desaparecido del mapa porque él no les prestaba la suficiente atención que un padre de aquella edad podía entregar... La luz de sus ojos, se había casado con un: idiota banquero - como el solía llamarlo - y habían tendido mellizos... siempre quiso que Diana - su esposa - tuviera mellizos... nunca pudieron, tan solo cinco hijos, de los cuáles no les veía el pelo desde hace unos quince años... exceptuando a uno de ellos.
Miraba el cielo desde la silla mecedora afuera de la casa, estaba gris, hermoso, y caía una sutil neblina que le encantaba, y deseó por momentos haberse muerto hace años, primero que Diana si hubiera sido posible, para no tener que vivir todo este tiempo en soledad. Cerró los ojos y anheló el perdón de la mujer que amaba por haber dejado a la familia tan atrás, tan en el pasado...
José era el mayor, tenía tres hijos de los cuales estaba orgulloso, todos con sus carreras a punto de terminar, con estabilidad y amor... José le decía que él había sido un buen padre... hasta cierto punto. Tan malagradecido que fue siempre José...
Raúl era el segundo, tenía tres hijos también, muy diferentes a los hijos de José, artistas eran, pero de los buenos, de aquellos que salían en el Diario con hermosas exposiciones que él no se había perdido nunca, pero ninguno de ellos lo supo diferenciar de entre la multitud. Talentosos, igual que Raúl, un gran arquitecto.
Pedro le seguía, con tan solo un niño, su esposa, Nina, no había podido tener más, y realmente lo lamentaba, el pequeño - ahora todo un adulto - era guapo, inteligente, estudiaba medicina y estaba a punto de casarse con una niña que conoció en el extranjero. Linda la muchacha. Eso le había dicho Pedro la última vez que lo vio, hace algunos meses, en la calle...
Eduardo era el último varón, el revoltoso, el pequeño, el que no quería casarse con nadie que no fuera su madre. Eduardo no le tenía celos a su padre, lo admiraba, pero no lo veía hace mucho tiempo. Se casó viejo, tenía unos pequeños niños, un varón y una damita, pero no sabía que edad tenían... de seguro eran ya unos adolescentes llenos de imaginarios problemas... pensaba Agustín.
Diana, era la única mujer, la preferida, como solían gritarle sus hermanos cuando pequeña, y aquella que protegían hasta morir de cualquiera que se acercara a ella con intenciones dudosas. Diana era igual o más bella que su madre, sofisticada, madura, tierna. Tuvo mellizos, con el banquero, que le profesaba amor eterno, y que luego de tener a los bebés, se marcho "por asuntos de negocios" y luego de semanas afuera, volvió con los papeles del divorcio, que Diana firmó con el dolor de su alma. Había encontrado a una mujer más joven que Diana, modelo... siempre eran modelos.
Diana fue la única que volvió, luego del divorcio no tenía a dónde ir y su padre siempre le había brindado ayuda y atención, por eso nunca entendió por qué sus hermanos se habían alejado tanto de él. Su padre era un buen hombre, un excelente padre y un cariñoso abuelo.
Agustín la recibió con los brazos abiertos, encantado de ver a sus nietos, arregló la casa para sus comodidades y en el momento en que los pequeños pusieron un pie en la casa, esta se lleno de vida, de flores por todos lados, de salidas al parque y de un pequeño cachorro que habían llamado: Blackie.
Ahora tenían seis años, y adoraban a su abuelo, amaban a su madre y respetaban a su padre. Eran mellizos inteligentes, sabían que su padre estaba con otra mujer, y no entendían que pudo haber salido mal, su abuelo sonreía con esa pregunta y tan solo les decía: ¡era un idiota banquero, son cuadrados!, no ven lo que tienen en frente de sus ojos y solo levantan la nariz para oler el dinero...
Sin darse cuenta, tenía a su hija, y a sus dos nietos a su lado, mirándolo con cariño y ternura.
Diana, sonrió: es hora de las pastillas, papá... le dijo, era la misma sonrisa de su esposa, la veía en su hija y en sus nietos... Se levantó cansado, mientras los pequeños, ya no tan pequeños, lo miraban.
Agustín sabía que le quedaba poco... Y esa noche, preparó los papeles para dejar la casa y todas sus pertenencias a nombre de su hija, no por ser egoísta, sino porque creía que se lo merecía, estaba sola, y sus hermanos llenos de amor y cariño. Esa noche durmió tranquilo, cómodo, y para cuando Diana entró en la habitación no volvió a abrir los ojos. Ella sonrió, tal cual lo hacía su madre, y miró el cielo encantada, al fin, Agustín, su padre, podría ser feliz otra vez...
3 comentarios:
Me gustó mucho... Pero sentí que pudo ser más detallada y por consiguiente extensa. La historia es rica, pero se pierde su sabor en lo rápido en que es relatada.
No te limites, exprime tus ideas al máximo, son excelentes.
Hola Tolka:
Veo de reojo que tienes vertidos una serie de sentimientos tremendos y sumamente bien descritos. Tengo que darme una vuelta con calma y leer todo lo que has puesto aqui.
Te agradezco mucho la vuelta que te has dado por mi viejo blog y los comentarios que has dejado.
Como que regresar a "Come Back"?
Gracias tambien por tus palabras de aliento.
Pasala bien.
Oh! me fascinó esta historia...
me gustaría que profundizarás con la historia, realmente devoré el texto.
felicitaciones.
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